Crítica de «The Artist», y «Un dios salvaje», películas distribuidas por Altafilms

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Si hay un director no sólo interesado, sino especialmente dotado para hurgar en las zonas oscuras del alma humana –basta un breve repaso a su filmografía– ese es Roman Polanski. No es casual por tanto su interés por Le Dieu du Carnage, título original de la obra de teatro escrita por la francesa Yasmina Reza que en España se ha traducido como Un dios salvaje.

Polanski escribió la adaptación del guión durante el tiempo que duró su arresto domiciliario en su casa de Suiza. Fue un proceso tortuoso, según explicó el propio cineasta en Venecia, ya que debía mandar los fragmentos a su abogado quien a su vez los enviaba a la policía, una parte más de su estado de vigilancia. El resultado es el que ahora se nos presenta en forma de relato cinematográfico eminentemente teatral: un análisis devastador sobre los valores y la educación de la clase media-alta norteamericana, cuyo diagnóstico es el de una enfermedad llamada prejuicios, soberbia e intolerancia. Visto así, Polanski, al igual que Yasmina Reza, bascula toda su energía en relatar el proceso de degradación que sufren dos matrimonios, los Longstreet y los Cowan, una tarde cualquiera mientras se reúnen para solucionar un incidente entre sus respectivos hijos. Lo que arranca como una charla distendida y racional en la que los Cowan intenta disculpar el comportamiento de su hijo –ha pegado con un palo al hijo de los Longstreet– terminará en la más pura irracionalidad, aderezada con alcohol y con los mismos comportamientos violentos que les han reunido.

La maestría del director no reside esta vez en sus movimientos de cámara, o en su punto de vista: estamos ante una pieza teatral, y eso Polanski no lo esconde, más bien al contrario: exprime al máximo ese entorno claustrofóbico en el que sitúa a sus cuatro personajes, protagonistas de su particular Ángel exterminador. Una taza de café es por dos veces la zanahoria que atrapa a los Cowen en ese redil y que convierte Un dios salvaje en una obra de inteligencia narrativa. Su arranque nos atrapa y nos engaña sutílmente a través de un tono de comedia negra que pronto tornará en tragedia interior cuando los fantasmas de sus protagonistas se adueñen del espacio convirtiendo ese espacio en el terreno de ese dios salvaje del que nos habla el título.

Es sin duda encomiable la labor del cineasta, como lo es también la de sus interpretes, John C. Reilly, Jodie Foster, Kate Winslet y sobre todo el austríaco Christoph Waltz, en un trabajo de contención realmente admirable, con el que todos coinciden apunta directamente al Oscar.

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¿Una imagen vale más que mil palabras? No siempre. Pero sí en esta ocasión y gracias a un director y guionista francés de complicado nombre: Michael Hazanavicius. De él sabemos que ha dirigido cuatro cuatro largometrajes, dos de ellos –OS 117: El Cairo, nido de espías y OS 117, perdido en Rio– protagonizados por el mismo personaje y el mismo actor, Jean Dujardin. Sabemos también que está casado con Bérénice Bejo, protagonista también de The Artist. Y ahora, gracias a este trabajo, descubrimos que es un apasionado del cine clásico, que se ha atrevido con un homenaje arriesgado y contra pronóstico, realizando una película en blanco y negro con la única ayuda sonora de una esplendida partitura compuesta por Ludovic Bource.

Antes de asistir a este fascinante y emocionante viaje que supone ver The Artist, uno no sabe muy bien si calificar a este cineasta francés de aventurero suicida o de loco atemporal. Pero bastan diez minutos de película para comprender que estamos ante un sentido homenaje, ante una lección de historia del cine, en realidad, ante un engaño. No menor, sin mayor. Porque Hazanavicius nos hace creer que estamos viendo una película romántica sobre una pareja de actores, cuando la realidad es muy distinta: lo que The Artist nos ofrece es una historia de amor, sí, pero de amor hacia el cine, un repaso a las influencias y a la magia de directores como Lang, Ford, Lubistch, Hitchcock, Murnau, y con ellos estrellas como Douglas Fairbanks, Gloria Swanson, Joan Crawford, Greta Garbo y John Gilbert.

Además de la magia de la historia, de la música –toda una hazaña para Ludovic Bource componer casi 100 minutos de banda sonora– y del diseño de producción –una parte de la película se rodó en escenarios reales, como por ejemplo la casa de la protagonista está rodada en la mansión de Mary Pickford– destaca también el trabajo de sus dos protagonistas –en realidad tres, puesto que Uggie, el perro que acompaña a George Valentín está muy presente– Jean Dujardin y Bérénice Bejo. El primero, para quien el cineasta escribió expresamente el personaje de George Valentin, recoge toda la altivez de estrellas como Gilbert o Fairbanks para terminar aproximándose a un extrovertido y enérgico Vittorio Gassman. Y ella, porque además de conocer muy de cerca al director –es su esposa en la vida real–, transmite vitalidad y optimismo. Los dos, ayudados por estadounidenses curtidos como John Goodman o James Cromwell, consiguen que la película emocione y fascine. Y es que en cien minutos de The Artist hay muchísimo más cine que en todos los productos de 3-D.

Ganadora del Premio del Público en San Sebastián, y el Premio al Mejor Actor en Cannes, la película puede dar dentro de unos meses el campanazo y convertirse en ganadora de unos cuantos Oscar. Pero eso, es otra historia.

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