James Mangold, director entre otras de Copland, Identidad y El tren de las 3:10, ha conseguido con su Lobezno inmortal un auténtico milagro: una película de superhéroes moderna, de acción y con una estructura narrativa que –¡por fin!– no está basada, ni bañada– en fuegos artificiales, efectismos y demás virguerías digitales.
En realidad, Lobezno inmortal esconde un material perfecto para que un especialista como Christopher Nolan derrochase toda su metafísica sobre la identidad de un héroe inmortal en busca de la mortalidad. En cambio, Mangold y sus guionistas –Mark Bomback, Scott Frank y Christopher McQuarrie– no han sabido gestionar –o no han querido– la profundidad del personaje y han preferido jugar con una trama más sencilla, sin dobleces y de una claridad excesiva, que, por momentos, convierten la película en lo más parecido a un producto Disney. Por un lado se agradece la sencillez de un argumento ciertamente previsible, así como su nula prepotencia a la hora de presentar las secuencias de acción, reducidas casi siempre a su mínima expresión. Por otro, su guión resulta demasiado inocentón para un público habituado a las formas, tal vez más sofisticadas, de directores como Snyder o Nolan.
Hay algo de aquel segundo Terminator, un retorno a los héroes de pocas palabras, brutos y directos. El problema de este Lobezno de Mangold es que su personaje, más físico y gestual que comunicativo y parlanchín –en el lado opuesto del Tony Stark de Downey JR–, acaba un tanto perdido con tanta secuencia dialogada, que las hay y en abundancia.
Sin embargo, y a pesar de su reducida –y agradecida– dosis de efectos especiales –nada que ver con sus predecesoras de la Patrulla X producidas por Bryan Singer–, Lobezno Inmortal es un producto digno, con una duración mucho más acertada que coetáneas como Superman o Star Trek, y que gustará a los amantes del cine de acción sin excesos. Más centrado y menos prepotente que el anterior Lobezno, pero sin alcanzar el estatus de Batman o Ironman.