Álex vuelve a lo bestia

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Apenas quedan directores en nuestro cine capaces de asumir el riesgo de ser fieles a su propia esencia.  Con todo lo que ello supone, para bien, pero también para mal. En esa tesitura nos encontramos con la excepción, Álex de la Iglesia: un tipo honesto, afable, dialogante, divertido, irreverente, bárbaro y desmedido en su cine y educado en la vida periodística; un cineasta con un paladar inequívocamente español y cuya valentía y arrojo le han permitido salir más o menos indemne de un par de producciones potentes allende nuestras fronteras. Una en EE.UU., Perdita Durango, y otra en el centro de la sabiduría británica, Los Crímenes de Oxford.

Quizá la honestidad de su cine tenga mucho que ver con que Álex nunca ha intentado zafarse de sus defectos, pero tampoco sus virtudes. De sus muchas virtudes. En este sentido, Las brujas de Zugarramurdi es un coherente –y esperado– regreso a sus orígenes. A los despropósitos de su ópera prima, Acción Mutante, una comedia galáctica y gamberra que dio paso a su, tal vez, mejor trabajo hasta la fecha, El día de la bestia.

Arranca Las Brujas –resumamos así un título de difícil pronunciación para quien no tiene el mérito de hablar euskera– con un espectacular atraco, seguido de una desternillante, alecerada y cómica huida. Ambos rodados por un cineasta en plenitud de facultades, y con unos diálogos marca de la casa –Jorge Guerricaechevarría y él se entienden desde hace años– que arrastran al espectador hacia su previsible desparrame y posterior locura. Y sí, es en esa parte donde la película comienza a abandonar ese tono tragicómico y esperpéntico con el que nos deleita en sus primeros 40 minutos. Pero para entonces, ya estamos demasiado imbuidos en la inercia de una historia que termina ahogada por la  precipitación y la desmesura.

Hay también un trabajo enorme por parte de los actores, abnegados voluntarios a ese calvario físico al que el director les somete merced a una espiral de carreras, saltos, luchas, golpes y vuelos infernales. De la Iglesia ha conseguido explotar la vena cómica de Hugo Silva y Mario Casas con un resultado impecable. Ningún pero cabe poner a Carmen Maura o Terele Pávez, acostumbradas ya a los excesos del cineasta vasco en películas como La Comunidad y 800 balas.


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