Steven Spielberg y Tom Hanks lo han vuelto a hacer. Han conseguido que de la conjunción de sus respectivos talentos vuelva a surgir la magia del cine, del mejor cine. La misma que les inspiró y nos deleito en Salvar al soldado Ryan, en La Terminal y en Atrápalo si puedes. El director, mucho más acertado en esta faceta que en la de productor –es una opinión–, ha conseguido poner en imágenes una historia que reúne las dosis justas de intriga, tensión y humanidad que han caracterizado su mejor cine.
Quizá su receta sea rodearse con el mejor equipo. De entrada el guión, basado en hechos reales, está tocado por las manos de esos genios del cine llamados hermanos Coen, Joel y Ethan. La fotografía es obra de otro habitual colaborador, el polaco Janusz Kaminski. Y la batuta musical –sorpresa–ha sido para Thomas Newman frente al habitual John Williams.
Pero de todos estos elementos surge la figura de Tom Hanks. El actor inunda todas las secuencias de credibilidad y llena la pantalla convirtiéndose casi en protagonista absoluto de la historia. No hay secuencia en la que no aparezca, y siempre con la dosis justa de ternura, dureza y empatía. Quizá resulte algo presuntuoso, pero Hanks puede ser uno de los mejores actores maduros del panorama actual, el único capaz de encarnar a ese hombre de la calle, a ese abogado acomodado, apenas sin aspiraciones, que atrapado en una circunstancia excepcional –defender a un espía soviético– se ve abocado a convertirse en un héroe –encargarse del intercambio de ese espía por un piloto–. Anónimo para la historia, pero héroe sin paliativos en la pantalla.
El puente de los espías es una película de oficio. Del que demuestran dos maestros: director y actor, y que pasará a formar parte de esas grandes obras, sin fuegos artificiales, pero con el merecimiento.
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