Conocí en persona a Luis Eduardo Aute allá por 2001, en plena vorágine de Festival de Cine de San Sebastián. Teníamos concertada una entrevista, como casi todos los medios aquel día, y el retraso acumulado hizo que se nos echase encima la hora de comer. Pero el cantante (escritor, pintor, etc) no quiso retrasarla. Y así, después de una maratoniana sesión de fotos, ruegos y preguntas, nos sentamos, en una pequeña habitación de hotel. No sé qué visión o qué concepto tendrán otros compañeros de profesión. Conmigo, Eduardo (así quería que le llamara) se mostró educado, respetuoso, sensible, cercano, una persona humilde que acababa de estrenar una película, Un perro llamado dolor (2001), realizada a partir de bocetos suyos dibujados a lápiz y carboncillo. El respeto y la sensibilidad del cantante era de tal nivel que, aún a sabiendas de que acabábamos de ver la película, no se atrevió a sondear opinión alguna, algo que suele suceder de forma habitual en el mundo de los junkets (promociones de películas). Quizá por eso me pareció inevitable expresarle toda la poesía que había percibido en cada uno de los fotogramas de este, su primer y único largometraje. Aute se mostraba humilde, pero sumamente agradecido de que hubiese disfrutado de su trabajo, a pesar de que las horas del pase –9:30 de la mañana, o algo así– no fuesen las mejores para ello.
Ese recuerdo permanece, hoy que tras un largo periodo convalenciente –en 2016 sufrió un infarto que le tuvo dos meses en coma– , se nos ha ido uno de nuestro mejores compositores, aquel que puso forma a la transición, con letras que conjugaban la denuncia, a través de la metáfora, con historias amor. Porque todo lo que Luis Eduardo Aute hacía parecía tener un sólo fin: el amor.