El cine español del húngaro Ladislao Vajda

Ladislao Vajda (1906-1965) es casi el único ejemplo de director no español que, paradójicamente, resulta fundamental en nuestra cinematografía. Destacan entre su filmografía, y prácticamente consecutivos, cinco títulos claves para comprender el cine de los 50: Marcelino pan y vino”(1955), Tarde de toros (1955), Mi tío Jacinto (1956), Un ángel pasó por Brooklyn (1957) y El cebo (1958).

Vajda, nacido en Budapest (Hungría), comenzó trabajando en Alemania como montador en películas de Franz Lehar, las mismas en las que había colaborado como guionista Billy Wilder. Y aunque en 1932 firmó su primera película como director, Vajda no dejaría del todo el oficio de montador. La práctica desaparición del cine húngaro le lleva a rodar en Italia –donde Mussolinni censuró y finalmente prohibió una de sus películas, La Conjura de Florencia– y en Francia. Y allí, la entrada de las tropas nazis le obligarán a exiliarse en España.

Sus primeros trabajos en España son comedias más o menos intrascendentes,  aunque rodadas con gran oficio, entre las que destaca quizá Doce lunas de miel y Cinco lobitos, ésta última en coproducción con Portugal. Será con películas como Barrio o Carne de horca, donde se deja entrever su devoción por uno de sus cineastas favoritos, Fritz Lang. Sus siguientes películas profundizan aún más, con primeros planos en los que muestra la tensión y la angustia vital que conmueve a sus protagonistas.

Un cuento casi de terror llamado Marcelino pan y vino”

Su primer trabajo importe será Marcelino pan y vino. Partiendo de un relato corto de José María Sánchez Silva, la película cuenta –con tono de melodrama, tal y como nos anuncia la música de los títulos de crédito y con una mezcla de suspense, misterio, e incluso algo de terror– la historia de Marcelino, un niño abandonado y recogido por un grupo de frailes franciscanos a finales de la Guerra de la Independencia. Un día, en el desván, el niño descubre la figura de un cristo crucificado y, pensando que se trata de una persona de verdad, le ofrece un trozo de pan. Entre los dos se fraguar una amistad fruto de muchas conversaciones en las que Marcelino recordará la ausencia de su madre.

El guión nació, según palabras del propio director y guionista, con el propósito de hacer una película que no tropezase con la censura. El hecho de tratar la historia desde el punto de vista de unos frailes y la representación clara entre el bien –Marcelino, la figura de Jesucristo, los monjes, encabezados por Fray Papilla– y el –el herrero-alcalde– le abrieron muchas puertas.

La película, tal y como el propio Vajda explicó en su día, no está dirigida a los niños, sino para sus padres, que son quienes deberían contársela a sus hijos, tal y como el personaje de franciscano –interpretado por Fernando Rey– relata al principio de la película. El director aprovechó recursos narrativos propios del expresionismo –Fritz Lang, del que ya hemos hablado–, dotando a la historia de un cierto misterio y aproximándola por momentos al cine de terror: la voz de Jesucristo, el primer encuentro entre Marcelino y él, los sueños de Marcelino y la música compuesta por Pablo Sorozabal sirven de ejemplo.

Esta primera película que Vajda rodó para los estudios Chamartín, pronto se convirtió en todo un éxito. Primero en la taquilla española, donde prácticamente arrasó, y después entre la crítica internacional, ya que se llevó el Oso de Plata en el Festival de Berlín (1955) y una Mención Especial en Cannes (1955) para su protagonista, el niño Pablito Calvo. En Italia, donde más taquilla cosechó, el compositor Renato Carosone le dedicó una canción y, años después, el director Luigi Comencini intentaría revalidar el éxito con un remake.

El cebo (1958)

Aunque no se trata de una película puramente española –su producción mayoritaria es suiza y alemana–, El cebo es sin duda la mejor película de Vajda y sus cualidades se mantienen intactas con el paso de los años.

El éxito proporcionado por películas como Marcelino pan y vino (1955) y Un ángel pasó por Brooklyn (1957) confirman a Vajda como director internacional y le permiten dirigir, de nuevo, proyectos fuera de España. Ese el caso de El cebo, una historia original del –entonces– joven escritor y guionista suizo Friedrich Dürrenmatt titulada en su primera versión “El crimen” (“Das Verbrechen” en el original).

La entrada de Vajda en el proyecto tiene que ver, por un lado con su esposa –de nacionalidad suiza–, con las necesidades de los productores franceses y también con la desenvoltura demostrada dirigiendo historias protagonizadas por niños.

(SPOILERS) El argumento de El cebo describe, de forma minuciosa, la investigación criminal llevada a cabo por un comisario de policía para descubrir al culpable de una serie de asesinatos de niñas. Las primeras pistas le llevan hasta un buhonero, que frecuentaba el lugar. Abrumado por la culpa, el buhonero se suicida. Sin embargo, el comisario, creyendo que el culpable sigue libre, alquilará una gasolinera en una zona próxima a donde ha actuado el asesino donde su obsesión por detener al culpable le llevará a utilizar a una niña como cebo.

Narrada con muchísima sobriedad, el cineasta renuncia a la intriga desde el principio, optando por presentar al asesino desde el principio. Sin embargo la dosificación del suspense –el espectador sabe quién es el asesino, pero el protagonista no– y el uso de iconos como por ejemplo el bosque en pleno día, dotan a la película de una originalidad inusual para la época.

(MÁS SPOILERS) Además de la realización del filme, la película resulta interesante por las dudas morales que plantea. Vajda nos presenta al asesino no sólo en su faceta más macabra, si no a través de varias situaciones de su vida doméstica, aparentemente normal, junto a su madre –algo que utilizará después Hitchcock, desde una perspectiva diferente, en Psicosis (1960)–. De nuevo, aunque marcando distancias, el cineasta deja entrever a Fritz Lang en su inspiración temática: el asesino atrae a las niñas, cual flautista de Hamelín, utilizando unas trufas de chocolate, estrategia similar a la utilizada por el protagonista de  M, el vampiro de Dusseldorf (1931). La fuerza y la presión de un pueblo hambriento de justicia que culpa, sin pruebas ni escrúpulos, al buhonero de tan terribles crímenes recuerdan a las hordas que obligan a encarcelar al inocente protagonista de Furia (1936), también de Lang.

La película se estrenó en España con 10 minutos menos y aunque los cortes moderaban la historia, apenas afectaron al desarrollo y a la estructura del relato, que también llegaría a candidata al Oso de Oro en el Festival de Berlín de 1958.

Ladislao Vajda seguiría dirigiendo películas, aunque ya de menor calidad y sin la brillantez de sus trabajos de los 50. Y a modo de apunte final, como a veces sucede con películas emblemáticas, el protagonista de El cebo, Gert Fröbe, quedaría marcado para siempre por el peso de este personaje, casi tanto como Peter Lorre por su malvado de “M”.


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