Kike Maíllo es un cineasta joven, jovencísimo cinematográficamente hablando, que cuenta con una dilatada filmografía: en su haber un par de cortos, una serie de animación, un mediometraje protagonizado por María Valverde y David Bisbal –sí, el cantante– y su ópera prima en el largo, Eva, el mejor y el más destacado de sus trabajos.
En todos ha demostrado cualidades de sobra como director y realizador y habilidad para sacar adelante, en el caso de Eva, un trabajo con cierta pericia técnica y plagado de efectos digitales.
Algo de eso hay en Toro: pericia, buen hacer y muchas ganas, amén de unos créditos dignos del mejor largometraje de David Fincher. Pero poco más ha podido construir Maillo con un guión que hace aguas por todas partes y del que se salvan los actores y ciertas secuencias homenaje al cine negro, que es a lo que quiere jugar Toro. Digo quiere, porque lo que podría haber sido un regreso al cine negro de Mariano Barroso –a aquella oscuridad del alma que se nos presentaba en Mi hermano del alma o a las traiciones de Éxtasis, dos de los trabajos más significativos del director– se queda en querer y no poder.
Luis Tosar, Mario Casas o José Sacristán hacen lo que pueden –y a veces más– con unos personajes que se comportan como auténticos tontos, imbéciles o simplemente despistados. Ninguno tiene la osadía de pensar más allá de la propia secuencia en la que se encuentran, y eso les convierte en memos de serie negra. Algo imperdonable en este género. Algo que hace que percibamos el guión como un quiero y no puedo. Algo que se remata con un final semianunciado que intenta ser un giro inesperado, y resulta una dolorosa torcedura de tobillo argumental, una argucia de primero de guión.